Escuchar narraciones de historias puede ser una atracción para muchas personas. Historias sobre lugares, montañas, creencias. Esta historia me la contó Adrián “Roger” Cangiani. Un gran montañista y excelente narrador de cuentos. Muchos de ellos son chistes, cuentos de humor que entretienen en las caminatas. Pero esta historia que me contó fue diferente. Es la historia del ascenso al cerro Polleras, una montaña de casi 6000 metros de altura que queda en una de las zonas más inexploradas de Mendoza.
“Una historia de polleras y en capítulos”, anunció. Y decidí persistir con ese formato. Porque remite a pensar en una historia “por entregas” en la que siempre te quedás en vilo esperando el capítulo siguiente. También, porque es un historia que necesita tiempo para comprender su magnitud.
Esta narración comenzó con una bicicleta y una montaña. El “Roger”, en sus años de juventud, se la pasaba recorriendo caminos a pie pero también en bicicleta. Tanto como medio de transporte pero además, como compañera de aventuras, estas dos ruedas lo llevaban a visitar amigos en los alrededores de Mendoza. Se juntaban a hablar de montañas, de trabajos posibles, de la rutina. Entre todas esas personas que visitaba, Karina era una de ellas.
Él iba muy seguido a esa casa que estaba llena de polleras porque estaba ella pero también, sus hermanas y su abuela. Esta señora andaba un “poco perdida”, como muchas de nuestras abuelas, pero tomaba mate con el Roger y hacía que el tiempo pasara más rápido. “No le des bola”, le decían, pero él se quedaba conversando con la abuela. Una de esas charlas tuvo como motivo un cuadro que decoraba la sala. Era una pintura de tres hombres. Estaban de espaldas y llevaban ropa de cuero. Las mochilas que cargaban tenían estructura de fierro pero lo que se destacaba era la gran montaña que tenían de frente. La abuela le explicaba que esa pintura la había hecho su hermano, José. Y así, como Roger cuenta historias, la señora de pollera comenzó a contarle la historia de su hermano. Orgullosa, le decía que su hermano había sido un gran montañista quien había llegado a la cumbre del Polleras. Roger dudaba si todo lo que la abuela le contaba era real o era “un flor de cuento” pero él quería creer y creyó. La curiosidad y el espíritu aventurero hicieron el resto.
El proyecto de ir a la gran montaña se desarrolló a “pasos agigantados”. Averiguaciones, mapas, visitas al Club Andinista Mendoza, a su mapoteca y a su biblioteca, apuntes del libro del alemán Federico Reichert quien había sido el primero en alcanzar la cumbre en 1908. Por otro lado, los pocos que conocían la montaña, le decían que nadie la subía, que quedaba re lejos, que era como el K2 en chiquitito. Pero en lugar de aplacar su deseo, este iba creciendo. Así, con toda esa información, se preparó la expedición al cerro.
En el año 1995 organizan la expedición junto a su amigo -y gran escalador- Martín “Fideo” Molina. También
otras personas estaban involucradas pero iban desistiendo a medida que la expedición se acercaba. Las que persistieron hasta el último día fueron Karina y Pilar. Karina era parte de esta historia desde un comienzo ya que, al fin, era su tío abuelo quien había subido al cerro. Junto a Pilar decidieron acompañar a los montañistas hasta el último refugio pero no iban a intentar ascenderlo.
La aproximación al Polleras se realiza por Punta de Vacas y se recorre un largo camino por el Río Tupungato y el Río Plomo que requiere de varios días, algo de escalada y cruce de ríos. El equipo debía ser mínimo así que decidieron no llevar carpa, compartir una taza -que servía también para calentar al fuego-, una sola cuchara y nada de lujos. El gran peso se lo llevaba el equipo técnico de hielo y escalada.
El día llegó y los dos montañistas cruzaron el Río Plomo y se dirigieron a la montaña para el gran ascenso. La ruta elegida no era la normal. Reconocen un terreno complejo pero logran subir el Primer Pico Avasallado. El entusiasmo crece y desafían, con éxito, el segundo pico. Sin embargo, ante la magnitud del terreno que tienen de frente, el ánimo decae por completo. La escalada era muy compleja y reconocen que les falta equipo y experiencia en terreno mixto. Habían tenido que cruzar rocas, grietas, penitentes y ya les había costado mucho llegar a la base en donde estaba el espolón. Habían pasado dos días y los cálculos no eran los esperados, para nada. La decisión de la vuelta fue dura pero a conciencia. Sin cumbre había un poco de frustración pero ni tanto. Sabían que les había faltado preparación para subir al cerro por esa ruta.
Cuando se iban de la quebrada y se alejaban del cerro, el deseo no moría sino que, por el contrario, se perpetuaba.
Era un enamoramiento por esa pollera que se transmite en cada una de las palabras de Roger cuando la describe porque cuando ves por primera vez el cerro, que te empieza a aparecer por detrás de otra montaña, es una punta, una flecha que está apuntando hacia el cielo que vos pensás, esta montaña no es de acá, es como que entrás en otra película. Venís
de la Cordillera de los Andes y de repente te ponen en Suiza y se parece al Monte Cervino o al logo de Paramount, ese de la montaña dibujada bien perfecta, es así. Y cuando la ves te entrás a mear encima porque decís ¡no!, ¿cómo voy a subir eso? ¿Por dónde se sube?
De vuelta en Mendoza, cada uno volvió a sus actividades. El Fideo empezó a volcarse más a la escalada profesional
y el Roger, a los servicios en Aconcagua y a los alojamientos turísticos. La rutina de trabajo ayudaba a olvidar. Pero una carta reactiva sus intereses deportivos. Llega de la India, del Instituto Himalayano de Montaña a la Federación Mendocina de Montañismo y Escalada. Se convoca a reunión y Roger escucha la propuesta de conformar un convenio entre ambas instituciones con el objetivo de intercambiar conocimientos y experiencias. El proyecto consistía en que siete montañistas argentinos fueran a subir una montaña de 7000 metros en el Himalaya y viceversa. Todos se entusiasmaron, todos querían estar entre los elegidos.
En una segunda reunión nombran a los designados y él no estaba en la lista. Igualmente, siguió participando de las reuniones y ayudando con lo que podía. La idea de volver al Polleras volvía a resurgir, estaba latente y lo acompañaba.
En el hostel que Roger administraba había un cuadro del Polleras. Él había revelado las fotos que había sacado con la
Minolta de su papá, y su amigo, Víctor Florido, le había pintado el cuadro. Ese verano de 1996, con el Polleras vigilando, y tomando mate con el Fideo, decidieron volver. “Ahora o nunca”, se dijeron.
Como en la primera ocasión, invitaron a más personas pero algunos fueron desistiendo. Sin embargo, esta vez, los acompañaría Marianito. Se despidieron de sus familiares y de sus amigos más íntimos. Nuevamente el estilo era alpino, sin carpa y con el mínimo de equipo. Marianito llegaría hasta el último refugio para colaborar con el porteo de equipo.
Esta vez fueron más rápido porque ya sabían cómo cruzar los ríos, por dónde pasar escalando. Iban dejando comida
en los lugares a los que volverían. La envolvían en nylon y la enterraban. Finalmente llega el día de entrar a la quebrada, se despiden de Marianito y cruzan el Río Plomo.
En el campamento base se dan cuenta que el calentador no funcionaba. Era prestado, se los habían recomendado. Ya sin ese elemento no iban a poder derretir nieve para hidratarse ni preparar la comida que llevaban. Otra vez ahí. Era como que algo nos tiraba para atrás. Entonces nos sentamos en una repisa de hielo antes de cruzar una grieta. Y mirábamos para arriba y para abajo. Todo decía que había que regresar. Luego de una charla que solo ellos recordarán, se abrazan, emocionados, y se dicen “para arriba”.
No sabían si iban a poder alimentarse ni cuánto tiempo les iba a demandar el ascenso. Pero empezaron a hacer lo que sabían: escalar. Esa noche separaron lo que era comestible -como las semillas- que contienen los alimentos liofilizados y descartaron lo que demandaba cocción. Para hidratarse ponían nieve en sus botellas y trataban de derretirla con el calor de sus cuerpos. Los días siguientes fueron escalar y escalar. Encordados pero también libres porque el tiempo apremiaba. Durante las noches se hacían repisas en el hielo y se metían en sus bolsas de dormir, sentados, incómodos, débiles. Ya se empezaba a sufrir la deshidratación. Me acuerdo que se me mojaron las manos cuando íbamos escalando y empecé a sentir hormigueo en los dedos. Pero no hacía mucho frío, era la deshidratación. Después reconocerá que tuvo congelación de primer grado en los diez dedos de las manos.
Les llevó tres campamentos en la nieve. El último, sin notarlo, fue debajo de la cumbre. Al día siguiente alcanzaron la cima del cerro Polleras a 5993 metros de altura transformándose en la quinta expedición en lograr la cumbre y, además, abriendo una ruta mixta de hielo y piedra por el ala este de la montaña. Fue como tocar el cielo con las manos. Era una punta tremenda. No entrábamos los dos. El fideo se sube y Roger deja una foto de ellos dos que retrataba el cierre de la ruta del año anterior. En la cima no encontraron testimonios pero, a unos quince minutos de descenso por el filo, hallan una cartuchera de lona blanca con los libros de cumbre que habían sido ubicados allí para que no se perdieran ante las inclemencias del tiempo. Uno era de 1946 y, el otro, de 1954. En el primero, aparecían los nombres de la segunda expedición: Emiliano Huerta, González y José Parra. Al leer el último nombre, las palabras de la abuela resonaron. Finalmente se encontraba con el personaje que había sido el origen de esta historia. También, estaban los testimonios de Federico Reicherd y los registros de otras dos expediciones que habían ascendido, una mendocina y otra, chilena. Ahí debajo Roger y el Fideo se anotaron en lápiz. El descenso fue complejo. Querían bajar por la ruta normal pero nunca la encontraron. Estaban al límite de sus fuerzas. El camino que eligieron desembocó en cascadas de hielo. Había que descender en rapel. En la bajada, rápidamente se empezaron a quedar sin tornillos y la cuerda cada vez se hacía más corta. Ya no tenían material para usar. En el último rapel, Roger clava su piqueta y le dice al Fideo que iban a descender
desde ahí, abandonando ese equipo. Ya nada importaba. Había que salir de ahí. Sin embargo, el Fideo bajaría, en segundo lugar, y con la piqueta a la cintura. ¡Fue épico!
A pocos metros, encontraron un hilito de agua a punto de congelarse y bebieron, desesperados. Ya eran más de las seis de la tarde y dormir allí era la mejor opción. Sacaron las colchonetas, la bolsa de dormir y se acostaron ahí mismo, arriba de las piedras. Estaban incómodos pero habían logrado la cumbre del Polleras y pronto volverían a casa con la buena nueva. Al día siguiente se sentían mejor pero los estómagos rugían. Bajaron al refugio y comieron, hambrientos, unos fideos que habían descartado hacía días bajo una piedra. También habían dejado harina así que hicieron unas tortitas que pudieron cocinar en la salamandra. La vuelta entusiasmaba porque habían dejado alimentos en el camino así que devoraron los tallarines Terrabusi al huevo que habían guardado en otro de los refugios. El último día, sin nada para desayunar, bajaron a la ruta. Con algunos pocos pesos compraron lo que les alcanzaba: dos huevos fritos y el pasaje de vuelta. Sin embargo, el cansancio y el hambre eras secundarios, la sonrisa los delataba. Volvían con la cumbre del mítico Polleras y un ascenso bestial arraigados en su memoria para siempre.
La noticia corrió y los saludos se multiplicaron. Con las pocas fotos que pudieron sacar –un rollo porque luego, la cámara cayó hacia el vacío- armaron un audiovisual. Habían conseguido un espacio e hicieron la invitación. Fue muchísima gente. Personas de experiencia que sabían lo que significaba el Polleras. Fue un momento glorioso. Se cerraba una etapa que la venían soñando y masticando por años. ¿Y ahora?
A los pocos días, lo llaman de la Federación de Montañismo y le habla el jefe de la expedición al Himalaya. Ulises
le explica que quedaron lugares vacantes y le dice que, considerando el desempeño que tuvieron en el Polleras, lo querían convocar para ir al Himalaya. La emoción era inmensa.
Finalmente el Fideo y otro montañista, Gerardo Castillo, acompañarían también a la expedición. Habían conformado el grupo de jóvenes y el Himalaya era su nuevo desafío. Pero la historia de la India es otra, esta es la del Polleras.
Según afirma el narrador, esta es la historia tal cual sucedió, así de real. Para mí, tiene algo de leyenda.
Adrián Roger Cangiani en IG: @roger_cangiani @argentinaextrema
Subscribe to my weekly newsletter. I don’t send any spam email ever!