Sentir los Andes más allá de los límites fronterizos. Una expedición desde Argentina a Chile (sin exiliados)

Una mochila de 65 litros. Bastones. Bolsa de dormir. Zapatillas de trekking. Zapatillas de vadeo. Plato, vaso, set de cubiertos, mate. Campera. Parka. Polar. Dos remeras. Una camiseta térmica. Una calza térmica. Gorros de verano y de invierno. Buff. Guantes. Cargador portátil. Linterna. Medicamentos. Artículos de higiene. Documentos. Saludos y abrazos. Esperanzas de llegar (y de volver). El Portillo. Piuquenes. Cincuenta kilómetros. Cuatro mil trescientos metros de altura. Siete días. Seis noches. Frío. Calor. Viento.

 

 

Viajé en avión desde Buenos Aires a Mendoza. El recorrido había comenzado un tiempo antes gracias a mi obsesión por la planificación de cada detalle. Mi imaginación también había hecho lo suyo. Ultra organizada y un poco ansiosa llegué dos días antes del encuentro con los guías de montaña y con el resto del grupo. Me gusta llegar antes para no sentirme estresada por el viaje. Descanso, deambulo por la ciudad y tomo mucha agua.

En Mendoza salí a pasear por la Plaza Independencia y la calle Arístides; fui a Los Palmares y al Museo del Vino. Debido a que iba a realizar el Cruce sanmartiniano de los Andes estaba interesada en hacer algún recorrido histórico. El museo de sitio “Casa de San Martín” era el único disponible un sábado por la tarde así que la selección del paseo fue inmediata. Un ingreso muy moderno, tres paredes con información escrita e imágenes ilustrativas, y un piso de acrílico. La primera impresión no fue prometedora pero una vez que empecé a otorgarle sentido a la arqueología arquitectónica basada en las diferentes capas del suelo, visualicé la historia de nuestro país. En lo profundo, vestigios de los primeros pobladores de la
zona; luego, rastros de baldosas coloniales, de los terremotos, de nuevos suelos y, por último, el piso de un taller mecánico. Traté de comprender por qué en la casa de uno de los héroes de la patria se había construido un taller mecánico (con fosa y todo) y que estuvo en funcionamiento hasta el año 2017. Transitar esos suelos que están siendo excavados e investigados en la actualidad me estremeció y me conectó con mi fanatismo por las películas de Indiana Jones.

El domingo me encontré con los guías y con el resto de los compañeros que serían parte de la expedición. Fuimos en transfer hasta el Manzano Histórico, almorzamos y nos llevaron al puesto de gendarmería en donde registrarían nuestra salida del país. Cercanos al Cajón de Arenales y con el Cerro Punta Negra de frente, nos dirigimos al primer campamento, el refugio Escarabelis. Allí pueden llegar camionetas y algunos autos así que el movimiento impedía la sensación de “vida en la montaña”. Sin embargo, desde la lejanía, la Cordillera mostraba su autoridad e imponía respeto.

Al día siguiente, el trekking matutino nos alejó del último contacto con el refugio y nos mostró una experiencia agreste. La caminata no tuvo dificultad y nos entretuvimos sacando fotos a los diferentes paisajes y a un colectivo abandonado en el medio del camino para finalizar en el campamento Yareta ubicado a 3534 metros sobre el nivel del mar. Las plantas autóctonas dieron su nombre al campamento y sembaron todo el terreno con su irregular figura. El silencio se empezaba a escuchar. Cerros hacia cualquiera de los puntos cardinales y un viento preocupante arrullaron nuestro sueño pero también, nos despertaron durante toda la noche.

La jornada más compleja se realizó el tercer día de la travesía. La noche no había sido buena y había que dejar el campamento a las 6 de la mañana ya que nos esperaban doce horas de una caminata intensa. El paso Portillo nos mostraba su pequeño triángulo invertido desde que salimos del campamento hasta que llegamos a él, a 4300 metros de altura. Fue una caminata constante. En esos momentos me concentraba mucho en el paso. La guía de montaña indicaba el ritmo de marcha pero yo, además, pensaba en mi propio ritmo. A esa altura una empieza a dudar de su capacidad, de su respiración, de sus posibilidades. Siempre trato de no dejarme asustar. La mente puede ser un gran enemigo en situaciones límite. Si bien no era una situación extrema, hay que entrenar para esos momentos. Me concentro en el ritmo de mis pasos y hago una especie de coreografía. Siento el compás de mis brazos, la posición de mis manos, el movimiento de mi cintura. Igualo ese ritmo con el de mi respiración, siempre inhalando por la nariz y exhalando por la nariz (idealmente) o por la boca (más probablemente). Aflojo mis labios, muestro una sonrisa.

Una vez que llegamos al paso Portillo, muchos comenzaron a llorar, a abrazarse, a ponerse a un costado en silencio. Nos despedimos rápidamente de ese gran logro y la caminata continuó varias horas hasta llegar al Campamento la Olla. Esa noche finalizó la primera parte del viaje. La aclimatación a la altura ya estaba de nuestro lado. Pensé que no había escapatoria. Si quisiera abandonar la expedición, sería igual ir hacia adelante que ir hacia atrás. Será mejor ir hacia el frente.

En la cuarta jornada, la fraternidad entre los integrantes del grupo se hacía más fuerte y la idea de “lo peor ya pasó” estaba presente. Así que las charlas se escuchaban con mayor intensidad. Además, los días de vadeo otorgaban cierto color a la aridez transitada los días previos. El cruce del Río Tunuyán lo realicé a caballo junto a gran parte del grupo mientras que otros se animaron a vadearlo a pie. La seguridad del arriero –no tanto la del caballo- me invitó a disfrutar el cruce mientras me sentía en un loop atemporal gracias al modo de transporte. En ese valle las vistas son más amplias y se pueden ver diversos cerros como El corazón, el mesón San Juan y el volcán Tupungato. A este último le prometí que iría a visitarlo. Fue una jornada corta que nos permitió disfrutar del campamento. Nos bañamos, escuchamos música, cantamos, comimos asado, y tomamos mate y vino. La montaña nos invitaba a quedarnos en ella y nos dejaba hacer un poco de barullo. Por la noche nos regaló la infinidad del cielo con sus estrellas, viento y frío. ¿Cómo no enamorarse? ¿Cómo hacer para vivir lejos de ella?

Al despertar, me sentía unida a la montaña. Su inmensidad era un regalo que me ofrecía y que había recibido con humildad. Por eso, las sensaciones que se continuaron fueron de una enorme introspección pero también de mucha nostalgia. Me adelantaba al desenlace pensando en que, seguramente, la iba a extrañar. No recuerdo claramente ninguno de los ríos, cerros o momentos de la mañana siguiente. El viaje era interior. Esa tarde llegamos al campamento Las Ovejas.
Era amplio, ventoso, incómodo. Era la última noche en la montaña. Los cuerpos estaban cansados, muchos añoraban duchas, restaurantes, comidas, conexiones a internet. La noche era negra, negrísima, y a lo lejos, pasando las últimas montañas que habíamos dejado atrás, una tormenta eléctrica nos mostraba su show de luces. Una vez más, dormí bajo las estrellas, pero esta vez con la intención de perpetuar en mi memoria la sensación de estar ahí, de “estar en la montaña”.

El último día prometía el momento cúlmine: el hito en donde un monolito señalaría el final de la Argentina y el comienzo de Chile. El tránsito hacia ese lugar era intenso pero la montaña nos daba la mano para subir de a poco, disfrutando sus últimos metros. En el camino pensaba en los límites políticos entre países, en los tiempos en que no estaban, en los pueblos andinos y en su cultura que nos hermana pero también en el gran límite natural que se imponía. El pequeño cartel metálico que, en letra imprenta, recitaba Argentina puso sobre la montaña mi espíritu patriótico y me hizo recordar el amor por nuestro suelo.
También me abracé con los chilenos que nos acompañaban al grito de “hermanos” mientras decían “bienvenida a Chile”. Todo era una gran fiesta. Habíamos llegado al límite y entraríamos al país limítrofe caminado. Victoriosos.

Unas horas de intenso descenso y los buses nos esperaban en la ruta para llevarnos a Santiago de Chile. Mientras comíamos, antes de emprender el regreso, algunos autos pasaban a nuestro lado como si nada hubiera pasado. Como si yo no acabara de cruzar los Andes a pie, como si nadie supiera que la inmensidad de la montaña me había dejado sin palabras. No supe cómo despedirme. En el viaje miraba a la montaña de reojo y pensaba que seguramente nos volveríamos a encontrar. Quizás, ella alguna vez me enseñe cómo se dice “adiós, hasta pronto”.

 

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