Del Nieveros al Plata sin repetir y sin soplar

A veces, las cumbres no alcanzadas abren nuevos caminos. Luego de un intento fallido al cerro Plata, la búsqueda de una nueva aventura me llevó al Nieveros: una montaña cercana, menos transitada, pero cargada de historia. El impulso vino, como muchas veces en mi vida, de una lectura. Así empezó un nuevo proyecto que —entre mapas, desvelos y ganas— se volvió realidad en febrero de 2024. Esta es la crónica de esa travesía.

 Una travesía de alta montaña

Los nombres de decenas de montañas se escuchaban mientras diseñaba la próxima salida. En noviembre de 2023 había intentado subir al cerro Plata sin lograr la cumbre y, por eso, siempre estaba suspirando la posibilidad de intentarlo nuevamente. Sin embargo, para la próxima aventura estaba en la mira de rutas
menos comercializadas. Fue a través de la lectura (oh, casualidad en mi vida) que la historia del Nieveros llegó a mis manos. En Montañas en alpargatas supe de su historia, de su cercanía con el Plata y de su primer ascenso realizado por Ibáñez y Grajales en 1953. La historia hizo lo suyo y la curiosidad comenzó a picar. A las 3 de la mañana me encontraba googleando más sobre sus características y buscaba mapas físicos y digitales. A las 10 ya tenía un proyecto que se convirtió en realidad en febrero de 2024.  

Los preparativos

Si bien el cerro Plata en Mendoza es ya conocido y transitado por los interesados en las montañas argentinas, la zona del sur del Cordón del Plata es menos frecuentada. Esto se debe, fundamentalmente, a la dificultad en las vías de acceso y, por lo tanto, a la complejidad que implicaría cualquier tipo de imprevisto.
La zona de Vallecitos por donde se accede a “la normal” del Plata tiene una ruta (en bastante mal estado) pero transitable, una oferta variada de refugios, hay presencia de guardaparques y el sendero hasta la cumbre está muy marcado. Pero, como en la vida, tuve que buscar el camino más complicado para hacer las cosas.

La idea era armar un equipo de personas que estuvieran interesadas en realizar la travesía de alta montaña. Esto era, ingresar por Las Lajas, caminar por la Quebrada del Morterito hasta la Quebrada de las Casas y acceder a través deella a la base de la sur del Plata. Luego, subir al Nieveros y continuar por el filo hasta la cumbre del Plata con todo el equipo a cuestas y, por último, descender por Vallecitos. Mi entusiasmo no lograba incentivar a mis compañeros que veían demasiado complejo subir hasta la cumbre con el equipo o no contaban con el tiempo suficiente para la salida. Presenté mi proyecto en Google Earth a mi amigo mendocino, lo revisó, se puso nostálgico contando sus historias sobre la sur del Plata y dijo que sí. Solo quedaba planificar el resto.  

El río

Para llegar a Las Lajas partimos desde Potrerillos en transfer (dejo la ruta de acceso). Si bien se puede llegar en auto particular, lo conveniente es ir en camioneta 4×4 porque el camino, en el último tramo, es casi intransitable. Para acceder se debe pasar por la casa de un baquiano en donde cobran un acceso (en
febrero 2024 costó $1000 por persona). Desde allí se realizan unos metros más en camioneta hasta el playón de estacionamiento.

Con nuestras mochilas listas emprendimos la caminata. Transitamos por la Quebrada del Morterito sin encontrar ningún sendero visible pero fuimos siguiendo el cauce del río en dirección suroeste. El agua nos mojaba las botas pero también nos sirvió de hidratación a lo largo de todo el ascenso. Una vez que llegamos a la naciente del río, cargamos todas las botellas y subimos por una cuesta empinada o “tapón” que nos dio acceso a la Laguna del Platita. El atardecer, los guanacos y los contrastes claroscuros en la laguna completaron la caminata del primer día y prometía un buen futuro.

La sur del Plata

Con un descanso reparador, emprendimos el viaje hacia la Quebrada de las Casas. Una vez que se accede a ella, la pared sur del cerro Plata se hace presente. Blanca, inmensa, helada. Todo el camino hasta sus pies es entre grandes piedras que ralentizan el andar, en mi caso; y dinamizan el paso, en el caso de mi coequiper. Cuando nos acercábamos, los glaciares, las morenas, los estruendos de los hielos en el agua y de las piedras entre las montañas te sitúan en un escenario muy diferente al del día previo. La inmensidad y la soledad de una zona intransitada completan la escena. Una vez en la base de la sur, el riesgo se empieza a sentir. Las avalanchas, las caídas de piedras y el terreno glaciario producen infinitas
dudas acerca del lugar del campamento. A los alrededores encontramos algunos restos del helicóptero caído en 1996. Entre las historias del terrible accidente y los sonidos de la montaña, el miedo comenzó a asomar.

La base del Nieveros

La caminata hasta la base del Nieveros puede demorar unas tres o cuatro horas que se deben más a la dificultad que a la distancia. Siempre con la sur del Plata a la derecha, se sube por una pendiente pronunciada cargada de penitentes. Con grampones y bastones en mano (no habíamos llevado piquetas), sorteamos con mucha precaución la cuesta y accedimos a una planicie que abría paso al Nieveros. Se veía a la perfección su cumbre, el portezuelo y el filo que desemboca en la cima del Plata.

La base presenta diferentes espacios de acampe. Además, se puede extraer agua congelada de pequeños pozos que están en los alrededores. Había un sol radiante. La tarde era prometedora. Sabíamos que el día siguiente era la última ventana climática. Luego, según habíamos relevado antes de quedarnos sin señal,
se avecinaban días de tormentas. La concentración y el repaso del plan nutrían las charlas hasta quedarnos dormidos.

 

 

El día de cumbre

El horario pactado era las 2 de la mañana. Calentar agua, guardar la bolsa de dormir, dejar en los bolsillos de la mochila algunos snack, servir el mate cocido. Las luces de las linternas corrían enloquecidas en la carpa, en la mochila, en el equipo. Dos pares de medias, tres pantalones, camiseta, polar, campera, guantes, mitones, gorro, buff, casco, luz. Teníamos todo listo y el ascenso empezó por el gran acarreo. Caminamos la cuesta con un paso tranquilo, firme. Tengo frío en los pies, escuché. Y los miedos se hicieron presentes. Son como ráfagas. Te congelan solo en unos minutos hasta que los apaciguas con alguna frase reparadora o con alguna solución. Tenemos parches de calor, atiné a decir. Caminamos sin descanso hasta el portezuelo. Una vez allí pensé que ya faltaba poco. ¡Qué ilusa! Nos dirigimos en dirección oeste hasta el Nieveros. Alrededor de una hora después hacíamos cumbre en el tan
ansiado cerro de 5438 metros de altura. Una apacheta marcaba que habíamos llegado a nuestro primer destino. La noche era negra, negrísima. Nos sacamos unas fotos y lo que creímos era el regreso sobre nuestros pasos para volver al portezuelo y encarar el filo, nos jugaba una mala pasada. No es por acá. Hay nieve. Solo fueron unos minutos pero estábamos descendiendo por la sur del Nieveros. Luego del error, tomamos correctamente el camino. Las piedras estaban congeladas y patiné cayendo con fuerza sobre ellas. Me levanté y seguimos caminando. El viento comenzaba a soplar fuerte.

El filo presenta grandes formaciones de piedras que nos dificultaba el camino. El viento nos invitaba a escalarlas por los costados ya que subirlas no nos ofrecía ningún reparo. Escalamos libres. Con botas de montaña y mitones. Algunas piedras se desprendían. En cada paso agradecía mi perseverancia en el
entrenamiento de Boulder. Notaba que me estaba tensionando de más a cada paso.
Luego de una pared complicada, mi respiración cambió. El miedo acechaba.
Ya no era una opción volver. Había que seguir y bajar por Vallecitos. Al miedo se sumaba la idea de no atrasarse por las nubes que se encajonaban en la cumbre e impedirían la visibilidad. Trataba de no escuchar los miedos y, en cambio,  había una canción que se repetía incansablemente. Hasta me nublaba el pensamiento. Como cuando tarareás una melodía y no podés dejar de hacerlo. Ahí estaba yo, subiendo una montaña de seis mil
metros y acompañada por Jorge Cafrune, ¿cómo era eso posible? Podría haber sido alguna canción más heroica, pensaba. Mientras escalaba las paredes retumbaba 
me gusta el vino tanto como las flores/ y
los conejos pero no los tractores/ Y el pan casero y la voz de Dolores/Y el mar mojándome los pies/No soy de aquí ni soy de allá/No tengo edad ni porvenir/Y ser feliz es mi color de identidad.

Pasé mis últimas tres horas de ascenso pensando que estaba llegando a la cima cada cinco minutos. Las falsas cumbres se multiplicaban en elevaciones rocosas que además de matarte la ilusión, había que sortear escalando. Hacia el final, ya había negado la existencia de cualquier tipo de cumbre y me había propuesto caminar sin esperar nada. Así, a las doce del mediodía, el mendocino me dijo, está ahí arriba, subí vos primero. No te creo, aventuré a decir. Debía faltar más. Subí detrás de él y ahí la vi. Fue un llanto largo. A moco tendido. Con pañuelo en mano me acerqué a la cruz que marcaba la cumbre y señalaba la altura de 5968 metros.

El descenso fue rápido. Bajamos con la sonrisa estampada en la cara. Haciendo chistes acerca de la complejidad del ascenso. Yo recriminaba el apuro por la llegada de “la nube” que, con el miedo, me había parecido igualita a la película de la niebla. Bajar con la carpa desde la cumbre animaba a los desconocidos a preguntarnos por nuestro camino y ahí contábamos -sin repetir y sin soplar- nuestra travesía. Lo habíamos logrado y queríamos contárselo a todos.

Esa noche acampamos en el Salto y al día siguiente, desde Vallecitos, conseguimos un aventón hasta Potrerillos en donde habíamos dejado el auto. Los miedos se habían disipado. Las lluvias completaban lo asertivo del plan. Por suerte, la canción de Cafrune dejó de sonar.  Solo quedaba en pie la narración de esta historia. 

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